1930, un viaje en el Expreso de Oriente

Entonces, viajar en tren era una aventura. Un lento pasar por los paisajes que unen ciudades, países y gentes distintas desde la comodidad del asiento, resguardados por un cristal que reflejaba un plácido interior fundido con un fugaz exterior.

Cuando yo era pequeña ¡era tan emocionante! Mi abuela nos contaba relatos de Agatha Christie mientras llegábamos a la Gare de L’Est y nos esperaba papá para llevarnos a casa. Hoy, en la era de la inmediatez y de los viajes Low cost, el tren solo sirve si es rápido y directo, si no, ya ni se plantea la posibilidad.

Ciertamente un destino poco imaginable para el que fuera el invento que iniciaba la revolución industrial y que había significado una de las grandes revoluciones de la historia de la humanidad.

Ese medio de transporte que había cambiado la forma de entender el mundo, la política y los negocios, se vestiría de gala y lujo, a finales del siglo XlX, para convertirse en el Orient Express, el tren que uniría Occidente con los misterios de Oriente. El tren de los reyes, nobles y aristócratas; pero también de artistas y escritores, y por supuesto, de espías, mafiosos y contrabandistas. El hotel sobre vías que permitía recorrer en pocos días una Europa que pasaría por dos grandes guerras y un sinfín de transformaciones. El concepto de un mundo sin fronteras ni conflictos que abrazaría la aristocracia sedienta de opulencia y modernidad tras la Primera Guerra Mundial.

Esa gran costura que supuso su entramado de vías atravesando llanos, túneles y ciudades, fue testigo y artífice de momentos históricos de enorme relevancia, como los armisticios de ambos finales de las dos Grandes Guerras. En la primera, Francia hacía firmar a Alemania, en uno de sus vagones, la rendición y el consiguiente tratado de Versalles. A modo de venganza, Hitler haría lo propio, y en el mismo vagón al final de la Segunda, aunque poco después volaría el convoy por los aires para evitar que se convirtiese en un símbolo de humillación alemana, cuando sus días de hegemonía tocaban a su fin.

Con todos estos elementos danzando sobre el tren que revolucionó el concepto del lujo, los personajes que, sin conocerse, se encontraban en él para convivir durante sus largos días y largas noches, Agatha Christie, desde la habitación 411 del hotel Pera Palace, en Estambul, escribiría una de sus novelas más conocidas, Asesinato en el Orient Express.

Varios años más tarde, a finales de agosto del 2019, y en ese mismo hotel (no por casualidad) me encontraba yo con mi madre para realizar un viaje que no había surgido de mí, pero que aceptaba con curiosidad y cada vez más ganas. Hay viajes que uno planea, y los hay que vienen a uno. Ambos hay que enfrentarlos con buena actitud porque de ambos se aprende siempre.

 

 

El entonces y el ahora. Entonces, pasear de la mano de mi mamá era lo natural. El mundo no estaba hecho aún para soltarla y explorar sin ella. Todo era a su medida y con su voz de fondo. Recuerdo el sonido de sus zapatos sobre los adoquines, y mis pasitos deslizándose con prisa para alcanzar su ritmo.

Cuidado, Manuela, con el charco.

Ahora, pasear con mi madre se me hacía extraño. Tanta vida separada de ella, tantas ciudades que no llevaban su guía en mis oídos, que volverla a tener a mi abasto se me antojaba una experiencia muy lejanamente. Oírla hablar a mi lado, ya sin buscarla hacia arriba, sino a la par, como dos personas adultas, era casi una novedad y a la vez una extraña sensación de hogar, porque con tantos cambios de casa, ciudades y mundos que vivimos en mi infancia, lo único inamovible eran ellos: mamá y papá.

¡Estambul con mi madre, quién me lo iba a decir! De repente era como presentar a dos grandes amigos deseando que se lleven bien. Estambul había sido una ciudad muy potente en mi juventud, con historia de amor incluida. Sus calles, olores, sonidos no me dejaban marchar a pesar de saber que aquello no trascendería. Amé mucho aquí, pero esa es otra historia. Por aquel entonces mi madre al teléfono no hacía más que decirme que me fuera. Sal de esa ciudad y de ese hombre, Manuela. Sin embargo, y por esas vueltas de la pícara vida, esta vez era ella la que me había hecho volver… y pensar que hacía menos de 24 horas yo recogía mi alma y mis trastos de Cap sa Sal para irme a acurrucar a casa, y de repente, ella, mi madre al teléfono, (nada nuevo en eso).

- Vente a Estambul ya mismo, hija.

- Ni loca, mamá, me acaba de pasar un Tsunami emocional y tengo que recoger los pedazos.

- Déjate de películas y vente ya mismo. Coge el primer vuelo a Estambul.

- Dame un buen motivo o no muevo ni un pelo.

- tengo un billete para el Orient Express y yo no voy a poder ir. Vas a ir tú.

- Cámbiale la fecha, mamá, con lo que valen esos billetes seguro que se puede.

- Manuela, solo sale una vez al año.

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