Sobre la vida de Manuela

 

Para Manuela, el mundo siempre fue como una biblioteca infinita: una copiosa fuente de historias en donde los personajes, más que de palabras, estaban hechos de carne y hueso y en donde todo tipo de tramas e historias se encontraban al alcance de sus ojos, esperando a ser vividas y contadas. Hija de diplomáticos, Manuela se crió viajando. España era tan solo la impronta de su pasaporte. Sus verdaderas raíces se encontraban desperdigadas por todos los países en los que había vivido. De pequeña solía llenar una pizarra de alfileres, marcando con precisión cada lugar visitado. Esa pizarra hoy está repleta. Ella es, verdaderamente, una ciudadana del mundo.

Los viajes fueron moldeando su personalidad. Tímida con sus mayores, la pequeña Manuela se limitaba a escuchar a los demás. Las historias del mundo volaban a su alrededor y, cada vez que le surgía una duda, esperaba a estar a solas con sus padres para acribillarlos a preguntas y así ampliar su conocimiento. Disfrutaba espiando a sus padres en largas reuniones diplomáticas y sorprenderlos luego con delicadas preguntas sobre política. Estas costumbres, sumadas al constante cambio, fueron las que le dieron un sorprendente oído para distinguir acentos y entender idiomas. Manuela hoy habla fluentemente cinco lenguas.

Viaje de Manuela en avión

En un principio le costaba hacer amigos. Le entristecía la cualidad efímera de sus amistades. Cada interacción nueva en los distintos colegios a los que la mandaban tenían para ella una fecha de vencimiento, que se anunciaba con la forma de un alfiler puesto en un nuevo punto del mapa. Todo cambió con la llegada de internet a su vida. Manuela logró apaciguar ese temor al abandono y pasó a ser una chica risueña y conversadora. Sus amistades pasaron a ser continuas en el tiempo. Siempre consideró de primerísima importancia el cuidado y la manutención de ellas. No solo hablaba por videoconferencia con sus amigos, sino que además era una asidua escritora de cartas. Dedicaba dos horas al día a comunicarse por correo electrónico con sus amistades y fue esta constante necesidad de escribir, de mantener vínculos y de expresar por escrito el cariño y el interés, que la llevaron a convertirse en una verdadera cazadora de historias.

 Su padre, “el señor embajador”, velaba por su bienestar, como es natural. ¿Hace bien a una niña viajar tanto?, se preguntaba constantemente ¿No le estará perjudicando el constante cambio geográfico y la falta de un hogar fijo? Su madre temía por lo mismo. Este miedo se traducía en una regla de oro: sin excepción alguna, estuviesen en el continente que fuera, Manuela viajaría todos los veranos a Barcelona, a la casa de sus abuelos.

Casa de verano de Barcelona

Los veranos en Barcelona son uno de los recuerdos más atesorados por Manuela. En la casa tenía su propio dormitorio, que poco a poco fue llenando de libros y de recuerdos de sus viajes, que eran muy delicados o muy incómodos para andar llevando de mudanza en mudanza. A sus posesiones propias se le sumaban la colección de objetos de sus abuelos: ellos también habían sido grandes viajeros. Cuando Manuela le preguntó a su abuelo por qué tenían tantos objetos, acostumbrada ella a llevar lo justo y necesario, él se rió. Su respuesta fascinó a Manuela. Cada objeto de su casa tenía una historia pegada, como si de un libro se tratara. Él no creía en la belleza porque sí. Su abuela y él habían armado su hogar en base a cuentos y a recuerdos ajenos y propios. Su filosofía en cuanto a compras era que si él iba a invertir dinero en una cosa, ésta tenía que decantar una historia. Si no puedes encantar a alguien en una conversación con su pasado, no vale la pena conservarlo. Esa frase le quedaría grabada en la memoria a Manuela.

Mesa de salon con libros y lampara

Su abuela, por otro lado, era una amante de la cocina. Había estudiado en Le Cordon Bleu de París y, en sus viajes con su abuelo, había recabado un recetario con las mejores recetas de comida del mundo. En un principio, a Manuela nunca le dejaba mirar en su pequeño libro. Cuando en cenas la gente le pedía las recetas, la abuela de Manuela se limitaba a sonreír y escribía con letra casi ilegible en un papel cantidades incorrectas, para que nunca les quedara tan bien como a ella. Pero esa vanidad no ahuyentó a la pequeña Manuela. Intentaba con toda su voluntad ganarse la confianza de su abuela, y escuchaba atentamente a todo lo que ella tenía para decirle. No tardó en ganársela por completo. Su abuela no solo le comenzó a enseñar sus secretos de cocina, sino que además empezó a detallarle consejos de protocolo y de puesta de mesa. Para ella, organizar una cena se asemejaba a un espectáculo: un porcentaje lo ocupaba el talento que reflejaban el chef y los actores, pero otro porcentaje igual de importante lo ocupaba la puesta en escena. La ambientación, la vajilla y la iluminación eran casi igual de importantes que el platillo en sí mismo. En una cena, los cinco sentidos se encontraban constantemente involucrados. Es por eso que había que tener un sumo cuidado en el vestir, el maquillaje, la decoración del lugar y, muy especialmente, en la música seleccionada.

Cena de navidad

 

Cuando terminó el secundario, Manuela tuvo una crisis vocacional. ¿Debía seguir el paso de sus padres en el mundo diplomático? Ellos estaban seguros de que ese iba a ser el caso. Pero Manuela sentía que si seguía esa línea de trabajo perdería ese amor que sentía por buscar objetos de interés y por contar historias del mundo. Por un momento consideró estudiar restauración de muebles y, quizá, poner una tienda de antigüedades cerca de lo de sus abuelos en Barcelona. Sin embargo, seguía sin sentirse del todo decidida.

 Ni la diplomacia ni el emprendedurismo mobiliario parecían satisfacer esa imperiosa necesidad. La decisión estaba tomada: estudiaría periodismo. Canalizaría sus ganas de escribir en la prensa, y cambiaría el mundo.

Manuela escribiendo en su diario

La graduación de Manuela coincidió con el fallecimiento de su abuela. Fue un golpe duro para ella; algo que le costó mucho superar. Su abuela le había dejado su recetario tan preciado como herencia, bajo la condición de que lo usara para algo espectacular, ya que ella siempre había creído que Manuela estaba destinada a hacer grandes cosas. Fue en medio de ese dolor que a Manuela se le ocurrió la idea de abrir una tienda. Inauguraría su manera única de contar historias como lo hacía su abuelo: cada objeto tendría un pasado que encantaría a cualquier persona en una conversación. Todo tendría una historia propia y estaría hecho de la manera más honesta y responsable.