UN CUENTO DE NAVIDAD

 

 

Me desperté en el bosque, no sabía ni cómo ni por qué había llegado allí, datos que confirman que aquello fue un sueño, o un leve delirio, ya que la semana pasada estuve con fiebre, como todo el mundo. El caso es que estaba en el bosque y sin ninguna consciencia de que aquello solo formara parte de mi imaginación, las hojas crujían bajo mis pies, la luz entraba flotando entre las hojas y olía a leña de hogar.

Empecé a caminar con pies descalzos hacia un claro en el bosque que parecía palpitar suave. A medida que me acercaba conseguía distinguir una mesa compuesta de manteles bordados de color rosa y siena, con sus velas y todos sus detalles. Detrás estaba el árbol, perfectamente decorado como los de mi niñez. El aroma a leños quemando se hacía más y más intenso, y en efecto, allí estaba la chimenea crepitante, que dotaba de calidez y juegos de luces y sombras a esa mesa con porcelana de Limoges. A su alrededor se movían como en cámara lenta las personas que estaban por sentarse: mis hermanos, mis padres, mis primos, ¡mis abuelos! Aquella mesa formaba parte de los recuerdos de las navidades de mi infancia. Cantábamos villancicos en la mesa, los padres nos reprendían, pero éramos tan felices que pasados unos segundos volvíamos a tararear y a cantar, con la boca llena de almendras garrapiñadas, turrón de chocolate y panetone. ¡Qué guapa iba siempre mi abuela, qué ganas de abrazarla! No intenté sentarme ya que yo ya estaba allí, formando parte de la escena, sentada con mis piernecitas colgando de la silla enfundadas en leotardos que picaban un poco y mis bailarinas de terciopelo nuevas. Llevaba mi vestido bonito de navidad y mi boca sin algunos dientes. Era muy feliz. Me quedé absorta en esa escena.

De pronto sonó el timbre, una vez, dos, tres veces. Nadie en aquella mesa parecía percibirlo, pero sonaba alto y claro. Me giré y me vi en mi casa, delante de mi puerta escuchando mí timbre actual, y de pronto me vi apartada por alguien que pasaba corriendo de la cocina con el delantal y un moño deshecho a abrir la puerta. Llevaba un vestido precioso… ¡un momento, ese vestido era mi vestido nuevo que me había auto regalado por mi cumpleaños! ¡Esa que abría la puerta era yo, y los que entraban, mis amigos de siempre! Me saludaban con besos, abrazos, yo me disculpaba por estar aún con esas pintas. “Ya te conocemos, Manuela, ¡sabíamos que estarías así!, ¡feliz Navidad!”. Mientras asistía a este encuentro sin ser apercibida, me asomé, por pura curiosidad a mi salón para ver cómo había puesto yo misma la mesa. ¡Qué maravilla! Era una combinación de manteles beige y crudos con la vajilla de gres color verde agua y las delicadas bolas pintadas a mano distribuidas por la mesa ¡tan elegante! Este año me había lucido, sin duda. Justo en ese momento mis amigos celebraban la belleza de mi mesa, lo mismo que yo, desde el otro lado del salón, sin ser vista. Mi cena de este año iba a ser maravillosa, ¡Qué alegría!

Y mientras reía los chistes de mi gente, noté como unas pequeñas manitas me cogían de los dedos y me llevaban hacia otro lugar, “ven Manuela, vamos a comer”. ¿Quienes eran esos niños? Intentaba verles las caras, pero no lo conseguía, solo sus manos pequeñas cogiendo las mías, de pronto más huesudas y venosas. Me llevaban por un campo de árboles casi sin hojas hacia una mesa al aire libre absolutamente mágica que mezclaba tonos verdes con toques terracota. Ahí estaban mis manteles bordados de toda la vida, los habían superpuesto y combinado con mi vajilla pintada de pajaritos y otra de faisanes. La luz suave del sol de invierno incidía de lado y las velas se movían al son de la brisa fresca. Unas cálidas y grandes manos me rodearon los hombros para cubrirlos con una manta de cachemir de color marrón.

El hombre que me rodeaba con sus brazos me besó detrás de la oreja y me dijo ¡qué familia más bonita hemos formado, Manuela! ¡y ya tienes competidores que ponen mesas tan espectaculares como tú!

Sonreí y me desperté con esa sonrisa en los labios. Por un momento quise quedarme ahí, disfrutando de las sensaciones, pero sé que es inútil porque no hay forma de retener un sueño que se desvanece.

De pronto algo se encendió en mí y me senté de un brinco, cogí la libreta que siempre tengo en mi mesita de noche para apuntar los sueños antes de que perdieran nitidez y apunté con todo detalle las tres mesas de navidad que se me habían aparecido en el sueño, la del pasado, la del presente y la del futuro.

 

 

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